A medida que reflexiono acerca de mi peregrinar, puedo notar que varias barreras me mantuvieron alejado de la iglesia. Primero la hipocresía. En cierta ocasión se le preguntó al filósofo ateo Friedrich Nietzsche qué era lo que lo volvía tan negativo con respecto al cristianismo. Respondió: «Creería en su salvación si en ellos se notara un poco más que son gente que ha sido salvada».Atemorizado por el fundamentalismo absolutista de mi infancia, también yo me acerqué a la iglesia con cautela. Los domingos por la mañana los cristianos se vestían con ropa elegante y se sonreían los unos a los otros, pero…sabía por mi experiencia personal que esa fachada podía encubrir un espíritu malicioso. Yo tenía un reflejo condicionado contra cualquier cosa que oliera a hipocresía, hasta que un día me surgió esta pregunta: «¿Cómo sería la iglesia si todos los miembros fueran exactamente como yo?» Oportunamente humillado, comencé a concentrarme en mi propia espiritualidad, y no en la de los demás.
Dios es el juez supremo en cuestiones de hipocresía dentro de la iglesia, así que decidí dejar todos los juicios en cuanto a este tema en sus hábiles manos. Comencé a relajarme y a volverme más blando y perdonador con respecto a los demás. Después de todo, ¿quién tiene una esposa que sea perfecta, o padres perfectos, o hijos sin defecto? No descartamos la institución familiar a causa de sus imperfecciones; entonces, ¿por qué descartar a la iglesia?
La siguiente barrera a superar era de índole cultural. Como la «iglesia de los que estaban en una búsqueda» todavía no había sido inventada, descubrí que las once de la mañana de los domingos, extrañamente, era una hora diferente de cualquier otra hora de la semana. En ningún otro momento me sentaba por 30 o 40 minutos en una silla de respaldo duro para escuchar a alguien que me dirigiera un sermón. En ningún otro momento cantaba canciones escritas uno o dos siglos atrás. Me identificaba con uno de los parientes políticos de Flannery O´Connor, que comenzó a asistir a la iglesia porque las reuniones eran «tan horribles que sabía que debía haber algo más allí que motivaba a la gente a concurrir».
O´Connor también señaló que ella tomaba el recaudo de estar sentada frente a su escritorio cada mañana, por si alguna idea se le presentaba. Quería estar allí para recibirla. Una católica apartada, cuyo nombre era Nancy Mairs, escribió en sus memorias, Ordinary Time, que había regresado a la iglesia más o menos de la misma manera. Aunque tenía dudas en cuanto a las creencias en Dios, comenzó a asistir a la misa otra vez para preparar «un espacio en el cual la fe pudiera empezar a correr». Había descubierto que uno no siempre va a la iglesia con fe entre sus manos. Más bien uno llega con las manos abiertas, y a veces la iglesia las llena.
En cuanto a mí, la misma estructura de la iglesia se interponía en el camino para lograr que mis manos se llenaran. Me gustaban los grupos pequeños donde la gente hablaba sobre su vida, debatía acerca de asuntos de fe y oraba junta. En cambio, una reunión formal de la iglesia, con su invariable rutina, el estilo repetitivo, el gentío, los boletines y anuncios, los convencionalismos de sentarse y pararse, me fastidiaba. Cuanto más tiempo permanece uno alejado de la iglesia, más extraño le parece todo, y evidentemente yo había perdido el hábito de asistir.
Me ayudó el leer relatos de C. S. Lewis y de otros notables cristianos que deseaban adorar a Dios pero que experimentaban la iglesia como un estorbo más que como una ayuda.
Al recordar mi estructura de pensamiento de veinte años atrás, me sorprende rememorar la pasión que sentía sobre estas cuestiones en mi juventud. He retomado el hábito otra vez, y durante años la rutina de la iglesia, la misma rutina que en un tiempo me sacaba de quicio, ha vuelto a parecerme tan confortable como deslizar mis pies dentro de un par de zapatos muy usados. Ahora me gustan los himnos, sé cuándo pararme y cuándo sentare, escucho los anuncios porque tienen que ver con actividades por las que me preocupo. Sin embargo, me fuerzo para recordar lo que sentía en ese entonces porque sé que para mucha gente la iglesia todavía representa una barrera cultural difícil de superar.
¿Qué fue lo que hizo que mi actitud con respecto a la iglesia cambiara? Probablemente un escéptico diría que bajé mis expectativas en algún punto del camino, o quizá que «me acostumbré» a la iglesia del mismo modo en que, después de numerosos intentos fallidos, llegué a acostumbrarme a la ópera. Sin embargo, siento que hay algo más en juego: la iglesia ha llenado en mí una necesidad que no podía llenarse de ninguna otra manera. San Juan de la Cruz escribió: «El alma virtuosa que está sola… es como el carbón encendido que se encuentra solo. Se volverá más frio y no más caliente». Creo que tenía razón.
El cristianismo no tiene que ver con una fe interior puramente intelectual. Solo se puede vivir en comunidad. Quizá por esta razón nunca me alejé completamente de la iglesia. En un nivel más profundo percibo que la iglesia tiene algo que necesito desesperadamente. Cada vez que abandono la iglesia por un tiempo, descubro que soy yo el que sufre. Mi fe se desvanece, y una gruesa costra de desamor se forma alrededor de mí otra vez. Me vuelvo más frio y no más caliente. Así que mis excursiones fuera de la iglesia siempre me han llevado a dar un giro y regresar a ella otra vez.
Hoy, a pesar de mi pasado lleno de altibajos en cuanto a mi asistencia a las reuniones, no puedo imaginar mi vida sin la iglesia. Cuando mi esposa y yo nos mudábamos a otro estado, el encontrar una iglesia constituía una de nuestras prioridades más urgentes. Cuando nos perdíamos la reunión de un domingo, sentíamos como un vacío.
¿Cómo fue que de escéptico con respecto a la iglesia me transformé en alguien que abogaba a su favor? ¿De ser un espectador a convertirme en participante? ¿Consigo identificar qué fue lo que modificó mi actitud hacia la iglesia? Responderé que con el correr de los años aprendí qué cosas buscar en ella. Cuando era niño no tenía más poder de elección en cuanto a la iglesia que el que tenía en cuanto a la escuela a la que concurría. Tiempo después me ejercité demasiado en lo referente a la elección de una iglesia, intentando con una y con otra. Este proceso me enseñó que la clave consiste en descubrir que la iglesia adecuada es la que llevo en mi interior. Esto tiene que ver con mi manera de ver las cosas. Una vez que aprendí a mirar, me di cuenta de que cuestiones como a qué denominación pertenece una iglesia tenía bastante menos importancia de lo que pensaba.
Al ir a la iglesia he aprendido a mirar hacia arriba, mirar a mi alrededor, mirar hacia fuera y mirar hacia adentro. Esta nueva manera de ver me ha ayudado a dejar, simplemente, de tolerar a la iglesia para en lugar de eso pasar a amarla.
Hago estas observaciones con plena conciencia de que algunas personas (en especial aquellos que viven en pueblos pequeños) cuentan con pocas opciones en lo que se refiere a la iglesia a la cual asistir. Sin embargo, creo que en lo que respecta a cualquiera de nosotros, la manera de ver las cosas puede transformar nuestra comprensión acerca del significado que debe tener la iglesia. Una vez que adquirimos una visión de la iglesia, como participantes podemos hacer un aporte para que se convierta en la clase de lugar que Dios tenía en mente para ella.
Mirar hacia arriba
Soren Kierkegaard dijo que tendemos a pensar en la iglesia como si fuera una especie de teatro: nos sentamos en medio del auditorio prestando cuidadosa atención al actor que se encuentra sobre el escenario, quien concentra sobre sí todas las miradas. Si nos entretiene lo bastante, demostramos nuestra gratitud a través del aplauso y el aliento. Sin embargo, la iglesia debería ser lo opuesto al teatro. En la iglesia Dios se convierte en el espectador de nuestra adoración.
Las cosas más importantes son las que ocurren dentro de los corazones de los miembros de la congregación y no entre los actores que están en el escenario. Debemos salir del culto de adoración preguntándonos: «¿Qué le agradó a Dios de todo lo que sucedió?» y no: «¿Qué saqué de todo esto?» Yo ahora trato de mirar hacia arriba en los cultos de adoración, de dirigir mi mirada más allá de la plataforma, hacia Dios mismo.
Ya no me preocupo mayormente por el estilo de música, por el orden del culto y por los «adornos» de la iglesia como solía hacerlo en los tiempos en los que iba a las reuniones como quien va a un centro comercial. Por haberme concentrado en los adornos y no en la meta principal que es la adoración (encontrarme con Dios) no había recibido el mensaje más importante de todos.
Mirar alrededor
A pesar de que he asistido a innumerables congregaciones durante las últimas décadas, mucho de lo que he aprendido acerca de la iglesia se remonta a la iglesia de la calle LaSalle, en el centro de Chicago. Esta congregación tenía los mismos conflictos con respecto a qué estilo de adoración adoptar y las mismas luchas con sus finanzas, también la misma mezcla de cristianos comprometidos y cristianos no comprometidos que se puede encontrar en cualquier otra iglesia. De ningún modo se trataba de una iglesia perfecta. Sin embargo, al mirar hacia atrás, a esos trece años que pasé ahí, descubro que en varios sentidos aprendí importantes lecciones con respecto a lo que una iglesia puede y debe ser.
Cuando comencé a asistir a la iglesia de la calle LaSalle, me había convencido de que la iglesia constituía una disciplina espiritual necesaria. Para mi sorpresa, las reuniones del domingo pronto se convirtieron en algo que yo esperaba en lugar de algo que yo temía. ¿Por qué? Lo atribuyo a la deliciosa mezcla de gente que asistía a la iglesia de la calle LaSalle. En ese lugar aprendí a mirar a mi alrededor así como mirar hacia arriba. Estaba adorando entre personas que decididamente no se parecían a mí en nada.
En la iglesia de la calle LaSalle, y en algunos otros pocos lugares, he podido vislumbrar lo que sucede cuando la comunidad se forma alrededor de lo que tenemos en común. Emerge una familia de Dios en la que la unidad no implica uniformidad, y donde la diversidad no produce división.
Ahora, cuando busco una iglesia, miro a mi alrededor, a la gente sentada en los bancos o las sillas. Tengo mucho que aprender del estilo desinhibido de los afroamericanos y de los pentecostales, de la fe firme de los ancianos, de las luchas diarias de la mamás que tienen niños pequeños que aun no van a la escuela. Deliberadamente escojo una congregación compuesta por gente que no es como yo.
Mirar hacia fuera
La iglesia, según dijo el arzobispo William Temple, es «la única sociedad cooperativa del mundo que existe para el beneficio de aquellos que no son sus miembros». Esa fue la lección que aprendí con mayor claridad de la iglesia de la calle LaSalle. Las iglesias a las que concurrí durante mi infancia siempre hicieron énfasis en las misiones en el exterior, así que yo siempre esperaba con ansiedad la conferencia misionera anual con todo su despliegue de cerbatanas, flechas y máscaras tribales. En Chicago, sin embargo, descubrí que la misión de la iglesia debe extenderse hacia las necesidades que existen en el propio vecindario. Una de las razones por las que un conjunto con tanta diversidad funcionaba tan bien era que todos nos juntábamos para alcanzar a la comunidad que nos rodeaba. Cuando se sirve activamente a otros se piensa mucho menos en servirse a uno mismo.
El evangelista Luis Palau describió la naturaleza de la iglesia con una metáfora un tanto vulgar. La iglesia, dijo, es como el estiércol. Si se lo apila todo junto, apesta todo el vecindario, si se lo desparrama enriquece la tierra. Cuando ando en la búsqueda de una iglesia, trato de procurar una que comprenda la necesidad de mirar hacia fuera. Verdaderamente he llegado a comprender que el salir hacia fuera es el factor determinante en el éxito o el fracaso de una iglesia.
Mirar hacia adentro
Quizás como una reacción al legalismo de su infancia Bill Leslie, el pastor de la calle LaSalle, nunca se cansaba de presentar el tema de la gracia. Él reconocía su propia insaciable necesidad de gracia, predicaba sobre ella casi todos los domingos y se la ofrecía a cada uno de los que lo rodeaban de una manera totalmente práctica. Al estar bajo su ministerio domingo tras domingo, gradualmente fui absorbiendo la gracia, casi como por ósmosis. He llegado a creer, a creer sinceramente, que Dios me ama no porque lo merezco, sino porque él es un Dios de gracia. El amor de Dios nos llega gratuitamente, sin condicionamientos incluidos. No hay nada que yo pueda hacer para lograr que Dios me ame más (o menos).
Concluyo que la gracia ha sido el factor más manifiestamente ausente en la iglesia de mi infancia. Si nuestras iglesias tan solo lograran transmitir la gracia a un mundo competitivo, que juzga y clasifica (un mundo ajeno a la gracia), entonces se convertirían en lugares donde la gente se reuniría de buena gana como los nómadas del desierto que rodean el oasis, sin sentir que se ejerce sobre ella coerción. Ahora, cuando asisto a la iglesia, miro hacia adentro y le pido a Dios que me limpie del veneno de las rivalidades y las críticas y que me llene de gracia. Y elijo iglesias que se caractericen por vivir en un estado de gracia.
«Existen dos cosas que no podemos hacer en soledad», dijo Paul Tournier. «Una es casarnos y la otra es ser cristianos.» En mi peregrinaje a través de la iglesia, he descubierto que la misma juega un rol vital, muy necesario. Nosotros somos la «nueva comunidad» de Dios sobre la tierra. Soy consciente, dolorosamente consciente, de que la clase de iglesia que he descrito, la iglesia ideal que queremos encontrar, constituye la excepción y no la regla.
Muchas iglesias ofrecen más entretenimiento que adoración, más uniformidad que diversidad, más exclusivismo que programas de extensión, más ley que gracia. Nada perturba más mi fe que mi decepción con respecto a la iglesia visible.
Varias veces he leído la Biblia de tapa a tapa, desde Génesis hasta Apocalipsis, y cada vez lo que más me impresiona es que la iglesia sea la culminación, la realización de lo que Dios tenia en mente desde el principio. El cuerpo de Cristo constituye la supertrascendente nueva identidad que rompe las barreras de raza, nacionalidad y género, y hace posible esta comunidad que no existe en otro lugar del planeta. Simplemente leamos el primer párrafo de cualquiera de las cartas de Pablo dirigidas a las diferentes congregaciones esparcida a través de todo el Imperio Romano. Todos ellos «están en Cristo» y eso importa más aun que su raza o estatus económico, o que cualquier otra categoría que humanamente se pueda inventar.
La iglesia, según he descubierto, puede en efecto enviar una nueva señal, radicalmente distinta de la del mundo, y contradecirla de manera que implique una posibilidad prometedora. Por esta razón, la iglesia vale la pena.
Fuente original: http://liderjuvenil.com/
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